El método inglés para descifrar el código nazi de Enigma que adelantó el fin de la Segunda Guerra Mundial

El método inglés para descifrar el código nazi de Enigma que adelantó el fin de la Segunda Guerra Mundial

El centro militar de contrainteligencia instalado en Bletchley Park contaba también con una inteligencia superior: la de Alan Turing

 

Y por fin, el secreto dejó de serlo y nació otro aún más secreto. El 9 de julio de 1941, los británicos dieron por terminada una tarea titánica: habían completado la decodificación del sofisticado sistema de envíos de mensajes encriptados de la Alemania nazi, sistema al que los alemanes consideraban indestructible. Estaba cifrado en un aparato simplote, tipo armatoste, parecido, pero no igual, a una máquina de escribir, generalmente cubierto de ojos curiosos y manos aviesas por una caja de madera. A ese aparato los alemanes lo llamaron “Enigma”. Y los británicos lo desmontaron hasta la última tuerca.

Por infobae.com





Ese hallazgo, que fue decisivo en el resultado de la Segunda Guerra Mundial, sentó las bases de un nuevo secreto, más grande, basto y recóndito que el otro: nadie podía conocer lo que los británicos tenían en las manos. Y nadie más lo supo. Descifrar a “Enigma”, que tuvo siempre las características de un ser humano, nombre, nacionalidad, personalidad y talento, fue tarea de un gran equipo de criptólogos y matemáticos reunidos en Bletchley Park, una casona victoriana emplazada en un entorno rural, bucólico y discreto, vecino a la localidad de Milton Keynes, en el condado de Buckinghamshire, en el norte de Londres y a cuarenta y cinco minutos de tren de la capital británica.

La casa que fue central de inteligencia inglesa

Bletchley Park parecía un convento. O una universidad. A su modo, tal vez era las dos cosas. Pero, ¡qué convento y qué universidad! Hacían allí profesión de fe un equipo de centenares de científicos metidos de lleno en penetrar las entrañas secretas de las comunicaciones nazis, comprender el sentido de sus mensajes en clave y descifrar sus operaciones militares por venir, la evaluación nazi del curso de la guerra y hasta los caprichos e histerias de Adolf Hitler, un tipo que no había llegado a sargento y se había echado una guerra mundial al hombro, por sobre las cabezas de los estrategas y mariscales del otrora poderoso ejército imperial.

Fue gracias a haber descifrado “Enigma” que los británicos supieron, ya en 1944, que el alto mando alemán se había tragado el anzuelo lanzado por los aliados y pensaban que de verdad la invasión a Europa iba a producirse por el paso de Calais, el tramo del Canal de la Mancha más estrecho entre Gran Bretaña y el continente, y no por donde en realidad se produjo, en las anchas, hostiles y casi inaccesibles costas de Normandía.

Bletchley Park era, en suma, una instalación militar discretísima que no exhibía su arma más poderosa, la inteligencia; trabajaban allí casi nueve mil personas, casi el setenta y cinco por ciento eran mujeres, y personalidades destacadísimas de las ciencias, como la matemática Ann Mitchell. Allí se diseñó la primera computadora destinada al descifrado de mensajes, Colossus, que fue también el primer dispositivo de cálculo electrónico y de alguna manera la madre de las notebook, tablets y lo que venga de hoy.

El centro militar de contrainteligencia instalado en Bletchley Park contaba también con una inteligencia superior: la de Alan Turing, un chico brillante, con una historia mil veces contada que bien vale la pena repasar, que ya había creado en 1939 y con la guerra en curso, una máquina, “Bomber” capaz de desencriptar los mensajes del ejército alemán. “Bomber” era una versión mejorada de un dispositivo primario diseñado por el criptologista polaco Marian Rejewski, que se convirtió, juran los expertos, en la precursora de la computadora programable electrónica digital. Turing era matemático, filósofo, experto en lógica, criptógrafo, biólogo, teólogo, un pensador al que le debemos la ciencia de la computación, los fundamentos conceptuales del algoritmo y el esbozo de las líneas básicas de un pensamiento científico que se preguntaba si las máquinas pueden pensar.

Aquellos chicos, como Albert Einstein, veían cosas que todavía no podían probarse como efectivas porque no habían sido descubiertas, pero allí estaban, o porque la ciencia y la tecnología no habían hallado los mecanismos para demostrar aquellas teorías locas. Así como Einstein vio un universo palpable recién con los telescopios espaciales, cuando Turing, cinco años después de terminada la Segunda Guerra, se preguntó en Bletchley si las máquinas podían pensar, dio el primer paso a la hoy tan en boga inteligencia artificial, definición que acaso encierre un oxímoron.

Los mensajes secretos de los nazis

¿Qué era “Enigma”, el chirimbolo científico y técnico que los alemanes consideraban invencible? Era, en verdad, una genialidad de los técnicos de Hitler. Era una máquina encriptadora de mensajes, disfrazada de máquina de escribir común y silvestre, que presentaba una condición hasta entonces desconocida y no aplicada en el mundo de la criptología: exigía otra máquina igual que recibiera sus mensajes. Eso era lo nuevo. Tampoco era algo del otro mundo, salvo su complejo sistema de funcionamiento. Estaba basado en cinco cilindros rotadores, que variaban cada vez que se apretaba una tecla. De manera que la posibilidad de combinar la letra real del mensaje que la que mostraba “Enigma” era infinita. Sólo podía descifrar un mensaje quien, primero, tuviese otra máquina similar y, segundo, supiera cuál era la posición de los cilindros rotadores para recibir el mensaje real y no el galimatías que entregaba “Enigma”. Los alemanes lo complicaban todo un poquito más, porque cambiaban la posición de los cilindros al menos una vez al mes, previo aviso al receptor para que hiciese lo mismo con su máquina “Enigma”. Todo tenía algo simpático y juguetón. La máquina que enviaba de un lado mensajes encriptados era la única que podía, del otro lado, descifrarlos.

Para leer la nota completa pulse Aquí