Bebedor empedernido, orador extraordinario y hacedor de historia: la increíble personalidad de Winston Churchill

Bebedor empedernido, orador extraordinario y hacedor de historia: la increíble personalidad de Winston Churchill

“Poco después de las 8 AM, sir Winston murió en su casa. Moran”, decía el texto que un periodista le leyó a sus colegas la mañana del 24 de enero de 1965, hace hoy cincuenta y siete años (Topical Press Agency/Getty Images)

 

El parte médico era ahora el anuncio de la muerte del paciente. En la mañana del 24 de enero de 1965, hace hoy cincuenta y siete años, un periodista de la Press Asociation de Gran Bretaña leyó el breve texto a unos treinta colegas que montaban guardia, bajo la lluvia, en el número 28 de Hyde Park Gate, la pequeña calle al sur de Kensington Gardens, no muy lejos, casi a la vera, de donde Charles Henry Harrod levantó su emporio en 1835.

Por infobae.com

El mensaje era conciso, seco, dolido, no tenía más que una docena de palabras. Decía: “Poco después de las 8 AM, sir Winston murió en su casa. Moran”. Eso era todo. Moran era el doctor Charles McMoran Wilson, primer barón Moran, que en homenaje a la brevedad, había decidido ahorrar nombres y distinciones para decir adiós a su amigo de tantos años.

Ni el apellido del muerto hacía falta: había un único sir Winston en todo Gran Bretaña, no podía ser otro que Winston Spencer Churchill, el hombre que había enfrentado a solas al nazismo, que había logrado salvar a Inglaterra de las garras de Hitler, que había convocado, y en cierta manera conducido, a las fuerzas aliadas a enfrentar la amenaza de una Europa bajo el yugo totalitario de un Reich planeado para durar mil años; sir Winston, que tenía noventa años, no podía ser otro que aquel que había decidido salvar al ejército británico, cercado en Dunkerque, mediante una operación de rescate de la que participaron hasta los veleros privados que cruzaron el Canal de la Mancha en la primera gran acción colectiva del pueblo británico destinada a salvar su propio pellejo.

Lord Moran había llegado a la casa de Hyde Park Gate, donde siempre había vivido Churchill, a las siete y dieciocho de la mañana, casi tras los talones de Randolph y de Sara Churchill, hijos de sir Winston, y de su nieto, hijo de Randolph, que compartía nombre con su abuelo. Antes de hacer el anuncio al mundo, Moran había informado a la reina Isabel II y al primer ministro Harold Wilson.

Nunca tantos le debieron tanto a una sola persona. La educación política de Isabel II, coronada en 1952, fue delineada por Churchill para superar la planificada por palacio y por la entonces reina madre, que colocaba a la monarca poco menos que en una jaula de cristal a la espera de un buen esposo, en un mundo que empezaba a cambiar para siempre. Esa mañana, la reina envió un mensaje a lady Clementine, la mujer de sir Winston por cincuenta y siete años, un amor que sobrevivió a dos guerras mundiales y a una amante de sir Winston. El secreto de tan largo matrimonio acaso haya quedado cifrado en una postal de lady Clementine que decía: “Nunca discuto con Winston porque me apabulla. Cuando tengo algo importante que decirle, le mando una nota”. Clementine era una mujer modesta: en realidad era la única capaz de pararle los pies al trueno que tenía por marido.

Lo del trueno lo admitió la reina Isabel en su dolido mensaje de aquella mañana a la viuda: “El mundo entero es más pobre por la pérdida de su genio multifacético, mientras que la supervivencia de este país y de las naciones hermanas de la Commonwealth, frente al mayor peligro que jamás los haya amenazado, será un recuerdo perpetuo de su liderazgo y su coraje indomable”.

El primer ministro Wilson lo encarnó casi como a un mesías: “Sir Winston será llorado en todo el mundo por todos los que le deben tanto. Ahora está en paz después de una vida en la que creó la historia y que será recordada mientras se lea la historia”. Un hacedor de la historia, con capacidad de liderazgo y un coraje indomable. No era poco. Los médicos coincidieron en los elogios. Churchill había sufrido un derrame cerebral el 15 de enero, que lo había derrumbado sin posibilidad casi de sobrevida. Según sus médicos, “sólo una tenacidad y un espíritu de vida fenomenales pudieron permitir a un hombre de noventa años sobrevivir tantos días en esas circunstancias”.

El mundo sintió en aquellos días que se iba un grande, acaso el último grande de la Segunda Guerra Mundial. Aquel mundo de entonces no era este. Ni siquiera era el mundo de ayer. Era otro mundo a casi veinte años de terminada la Segunda Guerra y en pleno conflicto entre Estados Unidos y la URSS que había amenazado dos veces con un estallido nuclear; Churchill era mirado como un guerrero ya en reposo, defensor de la paz por haber conocido la guerra, hábil y astuto en su vida política que había aceptado, acaso con resignado fatalismo, que al terminar la guerra el imperio británico hubiera perdido sus luces y su influencia frente a otra naciente superpotencia, Estados Unidos, y a la consolidación de la Unión Soviética como otro imperio, comunista, que dominaba el este europeo.

Churchill fue, en esos años, un enemigo decidido del comunismo, como lo había sido antes del nazismo. El 5 de marzo de 1946, invitado por el presidente de Estados Unidos, Harry Truman, dio un discurso en el Westminster College de Fulton, Missouri en el que acuñó una frase que sobrevivió a la Guerra Fría: “Desde Settin, en el Báltico, hasta Trieste, en el Adriático, una cortina de hierro ha descendido sobre el continente. Detrás de esa línea se encuentran todas las capitales de los antiguos estados de Europa central y oriental: Varsovia, Berlín, Praga, Viena, Budapest, Belgrado, Bucarest, Sofía; todas estas ciudades famosas y las poblaciones que las rodean, se encuentran en lo que debo llamar la esfera soviética, y están sujetas de una forma u otra no sólo a la influencia soviética, sino a una muy alta, y en muchos casos creciente, medida de control de Moscú”.

La Segunda Guerra no tenía aún un año de terminada, y sir Winston alertaba sobre la dominación soviética en Europa que sería férrea y perduraría hasta la caída del Muro de Berlín, en 1989, del comunismo en 1991 y que revive hoy con ecos sombríos: que lo digan los ucranianos. Churchill conocía bien a Stalin: había mantenido con los soviéticos, y con el presidente americano Franklin Roosevelt, y luego con Truman, tres grandes conferencias conocidas como la de “Los Tres Grandes”: en Teherán, entre el 28 de noviembre y el 1 de diciembre de 1943, cuando la Segunda Guerra se inclinaba ya hacia el lado aliado; en Yalta, del 4 al 11 de febrero de 1945, poco antes de la rendición alemana y del suicidio de Hitler, y en Potsdam, del 17 de julio al 2 de agosto de 1945, cuatro días antes del bombardeo atómico a Hiroshima.

Ese mes de julio de 1945, con los aliados victoriosos en Europa, fue muy particular para Churchill: perdió las elecciones generales británicas del 5 de ese mes. De pronto, el líder que había llevado a Gran Bretaña al triunfo, el que había salvado a la nación de los nazis, el que había conducido la guerra, era visto por los británicos como un político incapaz de llevar adelante la paz. Los resultados finales se conocieron el 26, durante el almuerzo de la familia Churchill. Lady Clementine sugirió que la derrota podía ser “una bendición disfrazada”, y Churchill respondió: “Por el momento, parece disfrazada de manera muy eficaz”. Renunció esa misma noche y su sucesor, Clement Attlee formó el primer gobierno laborista mayoritario.

Uno de sus amigos le hizo notar “la ingratitud del pueblo británico”. Y Churchill respondió: “Yo no lo llamaría así. Lo han pasado muy mal”. El amigo anotó todo con minuciosidad y lo volcó luego en un libro “The Struggle for Survival”, La lucha por la supervivencia. Era el doctor Charles McMoran Wilson, primer barón de Moran, médico personal de sir Winston y encargado de dar la noticia de su muerte.

Esa entereza también fue juzgada como un rasgo inolvidable del carácter de Churchill y parte del secreto de su intensa y emotiva llegada a la sociedad británica: era un orador extraordinario. Escribía sus propios discursos, como escribió sus propias “Memorias de la Segunda Guerra Mundial”, un conjunto de crónicas periodísticas excepcionales que le valieron el Nobel de Literatura en 1953. No le podían dar el de la Paz porque, por entonces, el Comité Nobel no premiaba a guerreros o a impulsores de guerras como sí hizo años después con Menahem Beguin y Anwar El Sadat y con Le Duc Tho y Henry Kissinger. Aquel, era otro mundo.

Otro gran mérito político de Churchill fue haber hablado sin secretos y con una franqueza y llanura insoportables. Cuando lo eligieron como primer ministro, a sus sesenta y seis años, fracasadas ya todas las iniciativas, e ideas, tendientes a “aplacar a Hitler”, y cuando Hitler, harto de que intentaran aplacarlo, había iniciado la Segunda Guerra, y cuando los cañones nazis y toda la poderosa fuerza aérea del Reich apuntaba y bombardeaba a Inglaterra; en medio de aquel horroroso incendio, Churchill dijo a los británicos: “Sólo tengo para ofrecerles sangre, esfuerzo, lágrimas y sudor”, que pasó a la historia como “sangre, sudor y lágrimas”, porque el ritmo lo hace todo en una frase. Fue el 13 de mayo de 1940, ante la Cámara de los Comunes.

Churchill reivindicó para sí esa expresión, pese a que le señalaron que dos ideas parecidas figuran en la novela “The Bostonians”, de Henry James, y en el poema de lord Byron “The age of bronce La edad de Bronce”. Como fuere, el sello lo puso Churchill.

La supervivencia británica frente a los nazis se decidió en el aire y en lo que se conoce como “La Batalla de Inglaterra” que se libró entre el 10 de junio y el 31 de octubre de 1940 y que terminó con la victoria de la Royal Air Force. Esa batalla y esos días, dieron origen a las más legendarias frases de Churchill. El 4 de junio de 1940 definió qué era lo que les esperaba a los británicos de allí en más: “No vamos a flaquear, ni vamos a fallar. Seguiremos hasta el final. Lucharemos en Francia, lucharemos en los mares y en los océanos, lucharemos con confianza y fuerza cada vez más crecientes en el aire, defenderemos nuestra isla cueste lo que cuesta; lucharemos en las playas, lucharemos en los desembarcaderos, lucharemos en los campos, en las calles y en las casas. ¡Jamás nos rendiremos!”.

El 20 de agosto de 1940, decidida ya la batalla aérea sobre Gran Bretaña, Churchill sintetizó el esfuerzo de los pilotos de la RAF con otra frase histórica: “Nunca tantos debieron tanto a tan pocos”. Su oratoria, y su pluma, merecieron también el reconocimiento del mundo. En 1963. cuando el presidente John Kennedy le otorgó la ciudadanía honoraria de los Estados Unidos, sintetizó: “Churchill movilizó al idioma inglés y lo mandó a la batalla”.

A menudo, Churchill derrochaba humor. Su correspondencia con el presidente Roosevelt empezaba siempre igual, como había sido primer lord del Almirantazgo, Churchill escribía: “De una ex personalidad naval, al presidente de los Estados Unidos”. En todas esas cartas, y aun en sus memorias, hablaba de Hitler como “ese cabo austríaco”, o “el cabo austríaco”. Estaba convencido de que el enfrentamiento contra los nazis también era la guerra entre dos culturas; que Gran Bretaña, junto con Francia, estaban destinadas a salvar a Occidente y a su patrimonio y tesoros culturales. En su biografía “La guerra de Churchill”, Max Hastings cuenta que un día, en plena crisis económica por el costo de la guerra, sus ministros y consejeros fueron a verlo al 10 de Downing Street con una propuesta: recortar el presupuesto educativo para destinar más dinero al presupuesto militar. Y la respuesta de Churchill fue: “¿Cómo recortar el presupuesto educativo? ¿Para qué peleamos esta guerra entonces?”.

Fue el inventor de la V como símbolo, augurio y esperanza de la victoria. Con un agregado especial, acaso ajeno a Churchill. En el código Morse, la V se escribe con tres puntos y una raya; se ve así: “… -”. O, lo que es lo mismo, tres golpes cortos y uno largo. Tres notas cortas y una larga son las cuatro primeras notas de la Quinta Sinfonía de Beethoven: “Tá tá tá taaaannn”, de manera que tres golpes cortos y uno largo pasaron a ser símbolo de la resistencia en la Francia ocupada: trenes autos, barcos y lo que fuere que tenía algo para ser escuchado, sonaba con tres toques cortos y uno largo. Las puertas de las casas se golpeaban igual, para señalar que era un amigo el que llegaba. Esa forma de saludo todavía perdura, al igual que la Quinta Sinfonía de Beethoven.

Sir Winston era un bebedor empedernido. Desayunaba con whisky, un dedo y hasta arriba de soda: solo a Churchill se le puede perdonar el “champanizar” el whisky. Tal vez fuese un homenaje a su madre, Jennie Jerome, que había nacido en New York, hija del millonario Leonard Jerome, que antes de casarse con Randolph Churchill en 1874, inventó el “Cóctel Manhattan”, whisky y vermut dulce. Sir Winston desechó el vermut, pero no el whisky. Al de la mañana seguía el de la noche, siempre de la misma botella, Johnnie Walker Black Label, a veces rebajado con agua, pero sólo a veces. Sus almuerzos, siempre copiosos, estaban regados con champagne francés, Pol Roger era su preferido; también solía beberlo en las cenas, previo a la copa de coñac con la que solía quedarse dormido. Ah, el brandy tampoco le era ajeno. Y fumaba a diario un par de largos puros que, junto con su sombrero bombín o con su galera, tejieron sobre él una imagen perdurable.

La vida de sir Winston también fue una batalla. Nació en el palacio de Blenheim el 30 de noviembre de 1874. Su padre, lord Randolph Churchill, era un político distinguido de la época, séptimo duque de Marlborough. La mamá, poco más de su belleza y del cóctel Manhattan, lo puso en manos de una niñera. Fue un chico de emoción fácil, tímido, alumno pésimo, azotado con rigor, según las normas de la época, en el colegio privado de su infancia. No pudo entrar cuando quiso al Royal Military College de Sandhurst, hasta que lo admitieron por la ventana de una “clase de caballería”. Fue teniente del cuarto curso de los húsares y, sin mucho que hacer, se decidió por partir a la guerra de Cuba por su independencia, como corresponsal de guerra.

Hizo lo mismo en la India y en Sudán, en 1898 y 1898 y, al año siguiente en Sudáfrica, donde fue prisionero primero y fugado después. De regreso en Inglaterra se volcó a la política, ganó un escaño en la Cámara de los Comunes en 1901, trató de seguir el ejemplo de su padre, aunque era indomable: en 1904 cambió de bando y se unió a los liberales. En 1910 fue ministro del Interior, en una época de agitación sindical en la que Churchill estuvo siempre bien dispuesto a usar las tropas para reprimir aquellos desórdenes, en especial en las zonas mineras de Gales. El 21 de octubre de 1911 fue ascendido como Primer Lord del Almirantazgo, y allí estuvo hasta el estallido de la Primera Guerra Mundial, en 1914.

Encaró entonces una campaña militar hacia los Dardanelos, con la idea de impulsar un alzamiento popular de los Balcanes contra la retaguardia alemana. Fue un desastre. En la península de Gallipoli, entre abril de 1915 y enero de 1916, las tropas británicas e imperiales no consiguieron dominar a los turcos, perdieron a cincuenta y cinco mil hombres, contaron más de doscientas cincuenta mil bajas y se retiraron vencidos. La carrera política de sir Winston se detuvo.

Renunció al gobierno en noviembre de 1915 y se fue a pelear a Francia donde fue teniente coronel del Sexto Batallón de los Royal Scots Fusiliers. Cuando David Lloyd George se convirtió en primer ministro, Churchill fue primero Ministro de Municiones y, en enero de 1919, secretario de Estado para la Guerra. En enero de 1921 dejó la Oficina de Guerra y fue Secretario Colonial y presidente del Comité del Gabinete sobre Asuntos Irlandeses donde desarrolló una especial habilidad para bregar con los líderes irlandeses. Volvió a su viejo amor, el Partido Conservador, en 1924 y fue nombrado ministro de Hacienda, el segundo en importancia después del primer ministro: era el mismo cargo que había ocupado su padre.

Vivió varios años de sus ingresos como autor y periodista, conferenciante e inversor con suerte relativa. Llevaba una vida que requería siempre más capital del que disponía. Se había casado en 1908 con Clementine, con quien tuvo cinco hijos. En 1932 viajó a Alemania y concertó una cita para entrevistar a Adolfo Hitler. Pero el líder alemán no fue, lo que hizo que Churchill escribiera más tarde: “Así, Hitler perdió su única oportunidad de reunirse conmigo”.

Después llegó la Segunda Guerra, la gloria y la caída. En 1951 fue elegido de nuevo primer ministro de Gran Bretaña. Enfrentó la crisis petrolera iraní, la nacionalización del petróleo dispuesta por el primer ministro Mohammad Mosaddeq que perjudicaba a empresas británicas y auspició, o favoreció un golpe de Estado en ese país que terminó con la caída de Mosaddeq en 1953, bajo el reinado en Irán de Mohammed Reza Pahlevi. También envió tropas británicas a Kenia para sofocar una rebelión nativa, la de los Mau-Mau, por el reparto de tierras coloniales.

En junio de 1953 un accidente cerebro vascular le paralizó la parte izquierda del cuerpo. El viejo león, que es el título de una biografía de Churchill que el célebre historiador William Manchester no llegó a terminar de escribir, recibió parte de los honores negados después de la guerra, incluido un ducado que tuvo a bien rechazar. En 1955 renunció como primer ministro y fue reemplazado por Anthony Eden, casado con su sobrina Ana Clarissa Churchill. Sólo iba al parlamento en caso de votaciones especiales y ya nunca volvió a hablar ante sus pares. Huyó de la depresión en busca del sol y el azul del Mediterráneo. Fue huésped de honor de Aristóteles Onassis, que lo llevó de arriba abajo en ocho cruceros.

En su intimidad dijeron que las últimas palabras que le oyeron decir aquel 24 de enero de 1965 fueron: “¡Es todo tan aburrido…!”. Aquel trueno no soportaba la calma. Su cuerpo estuvo expuesto en la abadía de Westminster durante tres días. El funeral se celebró en la catedral de San Pablo, que había sobrevivido a los bombardeos alemanes de la Segunda Guerra y que sólo cobijaba los funerales de la realeza británica.

Cuando el ataúd hizo el viaje por el Támesis entre Westminster y San Pablo, todas las grúas del puerto inclinaron sus plumas en muestra de respeto. La artillería real disparos diecinueve cañonazos, como es habitual con los jefes de Estado: eso hubiera divertido mucho a Sir Winston, “una ex personalidad naval”. Además, dieciséis aviones de la RAF sobrevolaron la ciudad: eran parte de los pocos a los que tantos debían tanto. En honor de sir Winston, se reunieron en Londres el mayor números de personalidades extranjeras que representaban a más de cien países. Fue también la reunión más grande de jefes de Estado que sólo superaría las honras fúnebres al papa Juan Pablo II en 2005.

Una última historia para dar dimensión a aquel mundo que se marchaba casi con sir Winston. Churchill tuvo una pésima relación con el general Charles de Gaulle. Decir pésima es ser piadoso. El rencor y la desconfianza mutuos era tal, que en medio de una reunión en Londres entre ambos, en 1940 y después de la caída de Francia en manos nazis, uno de los asistentes, un oficial americano, salió espantado y dijo a la secretaria de Churchill: “Los dos están completamente locos”.

La relación Churchill-De Gaulle se la pierde Netflix. Los británicos habían hundido parte de la flota francesa de África, para que los alemanes no se apoderaran de esos barcos. Había muerto mucha marinería francesa y De Gaulle no le perdonaba semejante fatalidad a su aliado.

Como fuere, la leyenda dice que Churchill había dispuesto que si el general De Gaulle lo sobrevivía, y asistía a su entierro, la procesión debía pasar por la estación de Waterloo, cosa de recordarle al francés la victoria sobre Napoleón del duque de Wellington.

No hay manera de comprobar si eso fue cierto o no. Pero De Gaulle sobrevivió a Churchill, fue uno de los estadistas en rendirle honores, y el viaje final del ataúd de Churchill hacia la iglesia Saint Martin, en Blandon, cerca de su casa natal, partió de la estación de Waterloo.

De verdad, aquel era otro mundo.

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