John D. Rockefeller, la sombría historia del primer billonario de EEUU

John D. Rockefeller, la sombría historia del primer billonario de EEUU

John D. Rockefeller, en 1930

 

El nombre de John Davison Rockefeller evoca una colección de superlativos. Fue el primer billonario de Estados Unidos y el más rico de su historia: cuando murió, en 1937, su fortuna era de 1.500 millones de dólares (el 1,52% del PBI del país), equivalentes a unos 330.000 millones actuales. También el industrial más exitoso y poderoso de su tiempo, artífice del primer monopolio petrolero y uno de los pioneros de la gran corporación moderna. Fue, además, el patriarca de la dinastía norteamericana más conocida e influyente y el mayor filántropo del mundo.

Por clarin.com

Todos esos hitos fueron posibles gracias a unas tácticas empresariales depredadoras. Unas tácticas que el protagonista santificó, su prole limpió y el resto ha categorizado como talento organizacional, mal menor o contradicción inherente a la complejidad de un personaje extraordinario, tan devoto de los negocios como de su particular ideario cristiano.

En la cima de su carrera, al frente de la suprema Standard Oil, Rockefeller no gozó de tal predicamento. Se lo acusó de pagar sueldos irrisorios, aplastar los sindicatos, confabularse con los ferrocarriles, levantar su monopolio chantajeando y absorbiendo a la competencia y extorsionar a políticos.

Para la prensa y la opinión pública, era el más despiadado de los llamados robber barons (barones ladrones), el grupo de empresarios que se hicieron millonarios y dominaron la industria norteamericana en el último tercio del siglo XIX. También el más hipócrita. En una caricatura de la época aparecía dando monedas con una mano, en referencia a su conocida actividad caritativa, mientras robaba sacos de oro con la otra.

Obsesión por el dinero

Aunque siempre se presentó como alguien venido de la nada, el clima de inseguridad económica en que creció Rockefeller, nacido en Richford (Nueva York), no se debió tanto a la falta de dinero como a la personalidad de su padre.

William Avery se ganaba la vida como falso doctor vendiendo elixires medicinales para curar el cáncer, una ocupación que le llevaba a recorrer el país durante meses. Debido a sus ausencias, su mujer, Eliza, y los cinco hijos de ambos vivían del crédito que les concedía el economato local, cuenta que William saldaba a su regreso cargado de dólares.

Lejos quedaba el sacrificio ejemplar de los antepasados del clan Rockefeller, que en 1723 comenzaron a emigrar al nuevo mundo desde Coblenza (Alemania).

Como nunca sabía cuándo iba a volver su marido, Eliza, una devota baptista de moral recta, hizo de la frugalidad virtud. De la entereza de su madre, John heredaría su profunda religiosidad y un gran respeto por las mujeres. De su padre, el gusto por el dinero, que aquel exhibía en sus raras apariciones cual Papá Noel, con alegría y regalos, y el consejo de llevarse siempre la mejor parte en cualquier negocio. También, por oposición, compensó su carácter temerario con un acusado sentido de la prudencia.

Comerciante precoz

Ya de niño apuntó maneras, incluso con sus hermanos, a quienes vendía trozos de caramelos. Con siete años vivió su primera experiencia comercial. Tras descubrir dónde ponía los huevos un pavo salvaje, crió a los polluelos con el requesón que le daba su madre y los fue vendiendo.

El chico, que ya había empezado a ahorrar en una alcancía azul, reunió el dinero suficiente para, al cabo de tres años, prestar a un granjero 50 dólares al 7%. Cuando recuperó su capital más 3,5 dólares de intereses, tuvo su momento eureka: “Decidí que el dinero trabajase por mí”, pues por entonces ganaba 1,12 dólares por tres arduas jornadas de diez horas desenterrando patatas.

Su madre también le inculcó la obligación de donar, por poco que fuera, a la Iglesia y los pobres.

En 1853 la familia se mudó a un suburbio de Cleveland, en Ohio. Rockefeller era, según sus amigos, un joven serio y cumplidor, además de reservado, religioso y metódico. En el instituto conoció a Laura Celestia Spelman, de buena familia y con quien se casaría a los 25 años. Después hizo un curso de negocios de diez semanas en el que aprendió contabilidad y los fundamentos de las transacciones comerciales.

El 26 de septiembre de 1855, con 16 años, consiguió su primer empleo como ayudante contable en Hewitt and Tuttle, comisionistas mercantiles en productos agrícolas. En 1858 ya ganaba 600 dólares anuales, pero cuando pidió un aumento de sueldo y se lo negaron, empezó a mover hilos para establecer su propio negocio. Las dos grandes ambiciones de su juventud eran ganar 100.000 dólares y vivir cien años, y estaba dispuesto a hacerlas realidad.

La petrolera Standard Oil, el imperio de la familia Rockefeller.

 

Montó una firma de comisionistas al por mayor con Maurice Clark, un inglés que trabajaba para otra empresa del sector. Rockefeller había ahorrado mil dólares, pero necesitaba otros mil para la inversión inicial y se los pidió a su padre, que se los prestó a un 10% de interés. Volvería a pedirle dinero para afrontar la expansión del negocio. Aunque el comportamiento de su padre parezca inexplicable, como él mismo decía: “Timo a mis hijos siempre que puedo. Quiero que se curtan”.

El boom del petróleo

Tan solo en su primer año de andadura, la firma obtuvo 4.000 dólares de beneficios con unos ingresos de 450.000 dólares. El inicio de la guerra civil en 1861 y la oleada de pedidos del Ejército hicieron subir los precios como la espuma, consolidando el éxito del negocio. Dos años antes se había producido el acontecimiento que cambiaría la vida de Rockefeller: el descubrimiento de petróleo en Titusville, Pensilvania.

Samuel Andrews, un químico inglés, le convenció para que invirtiera en la refinería que proyectaba construir en Cleveland. Así fue como nacieron Andrews, Clark and Co. Pero la industria petrolera, aún en mantillas, era un negocio tan arriesgado y especulativo que la firma no despegó. Audaz como nunca, Rockefeller la compró pidiendo un préstamo, y en 1865 fundó Rockefeller and Andrews.

Tras la guerra civil, Estados Unidos pasó rápidamente de una economía agrícola y artesanal al desarrollo industrial. Rockefeller se posicionó en el momento y el sector perfectos para aprovechar la gran expansión del país hacia el oeste.

Advirtió la oportunidad que ofrecía el crecimiento del ferrocarril y el de una economía que demandaba cada vez más queroseno. Solicitó cuantiosos préstamos, compró la refinería de su hermano e incorporó a nuevos socios, rodeándose siempre de la gente más capaz.

Rey de la concentración

Hasta que en 1870, a los 31 años, Rockefeller constituyó la Standard Oil Company, con un capital de un millón de dólares y él mismo como presidente.

A pesar de que la Standard Oil se erigió en la refinería más rentable, la incipiente industria del petróleo, con cada vez más actores pequeños, se hundió en una guerra de precios autodestructiva. Su respuesta, con su nueva empresa en peligro, fue sustituir la competencia por las eufemísticas “cooperación” o “combinación”, inaugurando, junto con los otros barones ladrones, el capitalismo monopolista.

Urdió una conspiración con un cártel de ferrocarriles, que secreta e ilegalmente le prometieron descuentos exclusivos al tiempo que subían los precios a las demás refinerías, y presionó a estas para que le vendieran sus acciones si no querían que las dejara fuera de juego. La trama, sin embargo, salió a la luz, y los ferrocarriles echaron marcha atrás. Pero Rockefeller persistió en sus operaciones.

En menos de cuatro meses, la Standard Oil absorbió a 22 de sus 26 competidores en lo que se conoce como “la masacre de Cleveland”. Rockefeller fue vilipendiado por primera vez por la prensa y la sociedad. Desde ese momento, las críticas y el desprecio lo acompañarían siempre.
En su defensa, dijo: “No nos quedó más remedio. El negocio del petróleo era un caos que empeoraba cada día. La combinación ha llegado para quedarse. El individualismo no volverá”.

El plan siguió con una larga serie de reorganizaciones y fusiones que culminarían en 1882 en el primer trust corporativo de la historia y el más importante de Estados Unidos: el Standard Oil Trust, una concentración horizontal en un solo holding que evitaba la figura del monopolio, pero en la práctica lo era.

¿Por qué no se le pararon los pies? En un entorno de tan rápida evolución como la primera industrialización, el problema era legal: de vacío, primero, y de falta de instrumentos eficaces, después.

El Congreso reaccionó tarde y mal. Aprobó la ley antimonopolio Sherman en 1890, pero dejó a los tribunales su aplicación, y esa batalla, que Rockefeller alargó con una legión de abogados, apenas dio frutos. En 1900 seguía refinando y comercializando el 90% de todo el petróleo producido en el país.

La ley Sherman no se haría mayor de edad hasta 1911, cuando el Tribunal Supremo falló contra el monopolio y lo dividió en las 34 empresas que lo componían. Rockefeller se enteró de la decisión en el green e, impertérrito, aconsejó a un amigo que jugaba al golf con él: “Compra acciones de la Standard Oil”. Acertó, pues las partes del gigante resultaron ser más valiosas por separado que juntas.

La empresa podría haberse salvado si hubiera jugado mejor sus cartas, como hizo con más sagacidad política, por ejemplo, la US Steel (integración de la corporación de Andrew Carnegie y otras bajo la batuta de J. P. Morgan). Rockefeller no fue muy inteligente al ofrecer a Roosevelt, promotor del pleito en el Supremo, el apoyo a su reelección si desistía.

Por otro lado, los economistas aún debaten si la rapaz compra de sus rivales y sus precios agresivos aceleraron o retrasaron el crecimiento del sector y el abaratamiento del petróleo.

En 1895, a los 56 años, Rockefeller se jubiló, aunque mantuvo el cargo de presidente de la Standard Oil hasta 1911. Libre de obligaciones y ya billonario (por su participación en esa y muchas otras empresas), se entregó en cuerpo y alma a la filantropía, el golf y sus mansiones.
Aunque contemplaba la caridad como su otra razón de ser aparte de los negocios, se creía víctima de una injusta calumnia. Para contrarrestarla ideó, muy apropiadamente, un sistema filantrópico tan ambicioso y vasto como su imperio petrolero.

En todo caso, actuó hasta el último suspiro sin asomo de culpa, convencido de haber tenido la razón de su parte: “Dios me dio mi dinero. Siempre he considerado un deber religioso ganar todo el dinero que honradamente pudiera y usarlo por el bien de mi prójimo según los dictados de mi conciencia”.

Al morir, a los 97 años, se había desprendido de la mitad de su fortuna, pero ni aun así pudo disipar el recuerdo de la temida Standard Oil.

Su hijo John D. Rockefeller Jr. recompuso la imagen de la familia mediante una operación de relaciones públicas más eficaz. Donó cientos de millones de dólares que transformaron EE.UU. y dejaron a la dinastía el mejor de los legados: un nombre que ya no era sinónimo de la codicia corporativa, sino, como reza el mantra familiar, del “bienestar de la humanidad”.

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